3.4
Liberalismo y democracia.
En un sentido
muy clásico Gómez Dávila es muy consciente de la diferencia entre libertad y
democracia, relación que el teórico
Bertrand de Jouvenel, en una línea que enlaza con Chateaubriand y Tocqueville,
ambos queridos por nuestro autor, describe con precisión y gusto literario:
No sería justo, sin embargo, tratar esta
transformación política como si no hubiera sido más que un sencillo cambio de
un soberano a otro. Si no hubiera habido otra cosa, no se comprendería que a la
noción de democracia, que strictu sensu
no significa más que una soberanía radicada en el pueblo y ejercida en
nombre del pueblo, se encuentren incorporadas las nociones, en buena lógica
ajenas de libertad y legalidad. Su presencia aquí es un testimonio. Como la
presencia de conchas en la cima de una montaña atestigua que estuvo el mar en
otro tiempo, así también las asociaciones emotivas de libertad y legalidad con
la democracia evocan que se quiso algo más que un simple cambio de soberano.
Los que se pretendió fue civilizar al
minotauro, convertir al dominador impulsado por sus apetitos en un simple
mecanismo purgado de todo elemento
subjetivo y ejecutor impasible de leyes justas y necesarias, incapaz de atentar
contra la libertad individual; un servidor, en fin, de las grandes ideas de
legalidad y libertad.[1]
Como los grandes republicanos
romanos, Gómez Dávila vinculará siempre la libertad con la aristocracia libre
de temores “Nada más noble que el aristócrata liberal- como Tocqueville- para
quien la libertad de todos es el privilegio que compete defender a la clase
dirigente”[2].
Por contraste vinculará la falta de libertad
precisamente al demagogo, al demócrata estricto en su terminología, que se alza
con el poder con el apoyo de una masa que valora escasamente la libertad. “El
pueblo no ovaciona sino al futuro tirano”.
[3]
Cuestión que deberemos tratar en su momento es como se vincula esa posible
aristocracia a una antropología tan firmemente pesimista, o como siempre esa
posible aristocracia se proyecta hacia el pasado, pues del futuro no puede
esperarse nada y en el presente no hay nada que encontrar.
De forma muy
elocuente el principal riesgo para la libertad de ese sentido democrático viene
por la brutal imposición del gusto de la masa. Algo que ya describió con
claridad Tocqueville respecto al gusto plebeyo norteamericano, la primera
democracia y que tuvieron que pagar duramente los autores de esa nacionalidad.
Esa era la menos la opinión del gran traductor de Poe, Baudelaire, respecto al
trato de la nación americana al primero de sus literatos. En su prólogo
biográfico a las obras de Poe se mostró inmisericorde con los inmisericordes:
La opinión pública en las sociedades democráticas se
erige en despiadada dictadora. No esperéis de ella ni caridad ni indulgencia,
ni ductilidad alguna en la aplicación de sus leyes sordas y ciegas, para los
casos múltiples de vida moral. Parece que del desposorio ateo de la libertad
con la plebe ya ha nacido una nueva tiranía, la tiranía de las bestias, la
zoocracia, que por su insensibilidad feroz recuerda al ídolo de Jaggernaut.[4]
Insensibilidad
que al contrario de lo que piensan otros autores surge de la exaltación
sensiblera burguesa: “El sentimentalismo, la benevolencia, la filantropía, son
las incubadoras de las grandes matanzas democráticas.”[5]
No es el
menor de los problemas que crea la democracia, (junto a la absolutización
totalitaria que citaba Dalmacio Negro, y que Gómez Dávila sentencia en una dura
apreciación sobre Rousseau “Totalitarismo es la realidad empírica de la
“voluntad general”[6],) la
creación de un gobierno de expertos, es decir, una tecnocracia. Se produce así
la paradoja de la peculiar religión, el hombre es llamado a todo, es decir a la
participación política completa, aunque se crean las condiciones del caos.
Luego por el contrario incluso en los aspectos más íntimos el Estado somete al
ciudadano al gobierno de expertos:
La gravedad de la situación actual yace en su esencia
misma, que exige a cada individuo una actividad y una política económica sana y
recta, negándole simultáneamente la posibilidad de hacerlo.
Se lo exige, primero teóricamente, ya que el Estado
actual, cualquiera que sea su aspecto superficial, es una democracia, es decir,
un Estado donde el individuo es sujeto y objeto de la soberanía.
Todo individuo se halla así teóricamente obligado a la
plena conciencia política.
Se lo exige, en segundo lugar, de manera concreta, ya
que el individuo tiene que formar parte del cuerpo político y no hallarse
meramente en él.
Pero inversamente, le niega la posibilidad de hacerlo
, y se lo niega de doble manera.
En primer lugar, el Estado actual, al exigir democráticamente la participación
inteligente del individuo en la vida, de la sociedad, se obliga a someter,
indistintamente a todos , problemas de cuya solución la mayoría es incapaz; fomenta luego un caos
de opiniones, donde se prepara el
desorden y la decadencia del Estado.
Así, niega al individuo la posibilidad de una
actividad política sana, recta, atinada
y justa.
En segundo lugar, aspirando el Estado a que la
competencia técnica regule todas sus actividades, el individuo se encuentra
sacrificado a la parcialidad pragmática del experto. Sus más íntimas necesidades escapan a su voluntad, para que
las determine exteriormente una razón
o una norma cuya justificación elude su
inteligencia.[7]
Un largo
camino ha llevado a esta radical perdida de libertad, camino que ha recorrido a
juicio de don Colacho la misma burguesía. Agente de la industrialización fue
luego agente del domino del experto:
“La
burguesía, en el marco feudal, se localiza en pequeños centros urbanos donde se
estructura y civiliza.
Al romperse
el marco, la burguesía se expande sobre la sociedad entera, inventa el Estado
nacional, la técnica racionalista, la urbe multitudinaria y anónima, la
sociedad industrial, la masificación del hombre y, en fin, el proceso
oscilatorio entre el despotismo de la plebe y el despotismo del experto”.[8]
Desde una
aproximación histórica este exceso y esta opresión esta relacionada con la
creencia de la sociedad de ser dueña de su historia. De nuevo:
Toda sociedad que se cree dueña de su historia, que se
halla segura de sus propósitos, convencida de la excelencia de sus principios y
persuadida de poseer la verdad, tiraniza y oprime.
Como la ciencia nos amenaza ya con un conjunto
imponente de verdades, la sociedad que las acoja puede, empleando algunas
deshonestas extrapolaciones, transformarlas en el instrumento de un despotismo
ilimitado.
La duda y un irracionalismo metafísico son las
condiciones necesarias de la aparición y de la supervivencia del individuo.[9]
Este proceso
de implantación de la tiranía total requiere una subversión de la autoridades
naturales, es decir, de toda autoridad
que no tenga su base en el mismo Estado. Proceso que se ha agudizado en los
últimos tiempos a través de las teorías que han trasladado el viejo esquema de
la lucha de clases al conjunto de la vida social. En otro Escolio: La condición suficiente y necesaria del despotismo es la desaparición de toda especie de
autoridad social no conferida por el Estado.[10]
Si seguimos la clave
interpretativa de Voegelin que hemos apuntado podríamos decir que la claridad
del escolio gomezdaviliano se produce cuando, a diferencia del autor
germanoamericano( o del propio Dalmacio Negro) Gómez Dávila en línea con el
reaccionarismo clásico extiende los males de las “nuevas religiones políticas”
a la propia democracia moderna entendida en sentido estricto. Véase así a
Voegelin que no usa el término democracia cuando dice: “Por movimientos
gnósticos han de entenderse movimientos como: El progresismo, el positivismo,
el marxismo, el psicoanálisis, el comunismo, el fascismo y el
nacionalsocialismo.”[11]
La vinculación entre democracia y
positivismo aclara también el proceso de desencantamiento del mundo, un proceso
de raíz en el mismo cristianismo pero que con el positivismo alcanza su
culminación. Voegelin, sin embargo, nos muestra con acierto como en ese avance
del positivismo se observa una oscilación desde
el entusiasmo de Compte y la amargura de Weber. En sus palabras:
La
evolución de la humanidad hacia la racionalidad de la ciencia positiva era para
Compte un desarrollo indudable, porgresivo; para Weber, en cambio, se trataba de un proceso de desencantamiento
(“Entzauberung”) y de seculariación (“Entgöttlichung”) del mundo. Por el tono
de sus lamentos ante la pérdida del encantamiento divino del mundo, por su
aceptación del raconalismo como un destino que había que soportar aunque fuera deseable, por sus quejas
ocasionales de no encontrar su alma a tono con lo divino, llego casi a
descubrir su fraternidad con los
sufrimientos de Nietzsche.[12]
4.1 Gnosticismo y cristianismo.
Ahondando en
la tesis chestertoniana de la verdad católica que se ha vuelto loca[13],
Gómez Dávila, con notable acierto, sitúa el origen de la doctrina democrática
precisamente en el propio cristianismo, o mas exactamente en las herejías que
sucediéndose desde la Antigüedad, atravesaron la Edad Media para eclosionar en
los albores de la Modernidad:
La moderna religión democrática se plasma, cuando el
dualismo bogomilo y cátaro se combina, y fusiona, con el mesianismo
apocalíptico. En los parajes de su nocturna confluencia, una sombra ambigua se
levanta.[14]
Como había
afirmado Voegelin de donde procede en una parte sustancial el comentario Gómez
Daviliano: “Evidentemente nuestra comprensión de los movimientos políticos
modernos contemporáneos y posteriores a
la Ilustración ganará una nueva profundidad
cuando dejemos de ver como “nuevas” las ideas de Compte, Marx, Lenin y
Hitler sobre la transfiguración definitiva de la historia , y las veamos como
especulaciones escatológicas que se remontan al misticismo activista del siglo
XIII; cuando dejemos de considerar la dialéctica hegeliana o marxista de la
historia como un nuevo historicismo y un nuevo realismo, y la consideremos como
un nuevo ascenso de la especulación gnóstica.”[15]
Löwith por
otra parte interpreta igualmente que la
idea de progreso es una secularización del Eschaton cristiano y añade que las
posturas anticristianas como las de
Nietsche y Heidegger dependen del “horizonte teoantropológico abierto por el
cristianismo”. Lo que es respondido por el mismo del Noce, parafraseando a Voegelin que insiste en que la diferencia entre
gnosis antigua y moderna se encuentra en
que la primera ateíza el mundo en nombre de la trascendencia divina mientras la
segunda lo hace en nombre de un
inmanentismo radical.[16]
La posición
de Löwith a juicio de algunos no aprecia el carácter absolutamente herético de
la secularización del escatón y la necesaria actitud antireligiosa que genera el paraíso
inmanente. Vease si no el siguiente párrafo, ciertamente poco concorde con la
actitud que Gómez Dávila toma de
Voegelin:
“Nosotros,
los hombres del presente, interesados en la unidad de la Historia Universal, de
su progreso hacia un fín último, o, por lo menos, hacia un mundo mejor, nos
encontramos todavía en la línea del monoteísmo profético y mesiánico; somos
todavía judíos y cristianos, no obstante lo poco que podamos pensar de nosotros
mismos en tales términos; pero al lado de esta tradición predominante somos
también los herederos de la sabiduría
clásica. Estamos en la línea del politeísmo clásico cuando nos interesamos en
la pluralidad de las diversas posturas y exploramos con curiosidad ilimitada la
totalidad del mundo natural e histórico, guiados solamente por un conocimiento
desinteresado, sin preocupación alguna en la redención.”[17]
[1] Jouvenel, Bertrand de, Sobre el poder.
Historia natural de su crecimiento. Unión Editorial. Madrid. 2011, p 318.
[2] Escolios a un texto
implícito, p 79.Vid Raymond Aron, “La definition liberále de la liberté” ,:
Alexis de Tocqueville et Karl Marx, en Archives europeennes de sociologie,
1964, 5.
[3] Escolios, 1074.
[4] Tomo la traducción de
González Ruano, Cesar , Baudelaire, pp 132-133.
[6] Escolios, p 1084.
[10] Notas, p. 972.
[11]Voegelin, E. ,Sustituto
de la religión, p 149.
[12]Voegelin, E. Nueva Ciencia
de la política, p 39.
[13] Chesterton, G.K., Ortodoxia,
FCE, México, 1987.
[15] Voegelin, Eric
History of political ideas, vol IV, Renaissance and Reformation.,
Columbia University of Missouri Press, 1998, p. 178.
[16]Vease a Borghesi, Máximo, Secularización
y nihilismo, Encuentro, Madrid, 2007, p. 50. Löwith, K. El sentido de la
Historia. Implicaciones teológicas de la filosofía de la historia, Aguilar,
Madrid, 1973. del Noce, A. Eric Voegelin e la critica dell’idea di
modernitá, Introducción a la edición italiana de Nueva Ciencia de la
Política, Turín, 1968.
[17]Löwith, Karl, El
sentido de la Historia, Aguilar, Madrid, 1974, p. 26.
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