Me propongo en una serie de entradas referirme al informe
Sicard “Pensar solidariamente el fin de la vida” transmitido al Presidente de
la República Francesa.
Introducción.
Hay algo de obsceno en considerar
el dispendio del recurso médico como el principal problema de la Medicina. Esto
es aún más evidente en épocas de crisis económica como la que padecemos. Ante
el recorte, el exceso de gasto parece
algo más lejano, el riesgo percibido por
el usuario esta más en la posibilidad
del no acceso que el peligro de la
sobreactuación. En esto nos daban lecciones quienes consideraban que gran parte
de lo que nos preocupaba a los occidentales era fútil en sociedades donde el
hombre percibía el riesgo de la enfermedad, el hambre o la propia muerte como
mas cercano e inevitable.
Sin embargo, el utilitarismo
extremo que surge en el cálculo directo y brutal del coste-beneficio, requiere,
al menos en nuestro entorno algún tipo de disfraz.
Así lo hemos visto cuando un
ministro japonés se ha atrevido a plantear la cuestión del esfuerzo terapéutico
de forma clara y directa, recurriendo en una lectura simple ( y de nuevo
utilitarista) al deber social de no malgastar los medios de todos. Por supuesto
que la lectura es unilateral y olvida elementos básicos de las culturas
tradicionales, como el respeto a los ancianos, sustituido en este caso por el
principio básico de la horda de que quien no puede seguir el ritmo de marcha
del grupo debe ser abandonado o eliminado por piedad.
El temor desmesurado del hombre
contemporáneo al sufrimiento y a la muerte, que se oculta por la construcción
de un riguroso tabú, sirve aquí para definir
la excusa humanitaria.
El hombre siempre ha temido a la
muerte y ha sido consciente del sufrimiento. De hecho la explicación del mundo
debe enfrentarse con estas realidades, dar cuenta de ellas como da cuenta de la
envidia, de la injusticia, de las partes oscuras de la sexualidad o las relaciones
familiares. Sin Caín o sin Clitemnestra nada decimos sobre el mundo.
Las realidades actuales están
descolocadas porque las viejas explicaciones han sido sustituidas por un cuento
bobo, pero tremendamente atractivo sobre la “superación” por el hombre de las
contradicciones que le amenazan. El sufrimiento sería superado, como la
injusticia, el odio, en una nueva naturaleza humana no reparada sino
reconstruida por el propio hombre. Como esta nueva realidad inventada no resiste el contraste con lo que realmente
acontece, el hombre se ve dirigido a la
alternativa entre la explicación imbécil que no explica nada y que
constantemente nos embelesa con la superación de la injusticia, de la
enfermedad o de la propia naturaleza humana o al nihilismo, que tiene bastante
que ver al final en nuestra historia.
La muerte sólo puede ser
desterrada en esta explicación, pero para expulsar a la muerte el hombre se ve
obligado a reprimir cualquier
pensamiento que no sea o bien la ratificación exacta de su bobería, o la
reducción del sujeto a una realidad subhumana donde aparentemente no se sufre por que no se piensa. Entre esas
redes resurge constantemente la tentación nihilista, que es exactamente la
tentación suicida.
El tópico de la muerte ocultada
construido por la sociología francesa prueba que también la sociología, con
cierto esfuerzo, puede llegar a decir algo relevante. La muerte ocultada
rebrota de forma salvaje, no domesticada, en un entorno donde el control de la
muerte se logra con el único medio accesible a los humanos: provocándola.
En efecto, los hombres sabemos
desde siempre que sí nos es dado causar
la muerte, aunque ciertamente provocando un terrible impacto que nos afecta
personal y socialmente, no tenemos absolutamente nada que hacer para evitarla.
De ahí la fuerza del odio, frente al amor, de la destrucción frente al intento
de que perviva aquello que amamos. En última instancia, los consuelos
inmanentes frente a la muerte o son un flatus vocis “la obra inmortal” o sólo
sirven para posponer un poco lo inevitable, como sucede con la posible
pervivencia en nuestro recuerdo de aquellos a quienes amábamos.
Este relato al que nos referimos,
que pretende situar a la muerte humanitaria como liberación, tiene un poderoso
aliado en el reciente temor a la técnica. Incluso en el discurso dominante la
técnica tiene una situación ambivalente, su haz y su envés. En uno es el medio
de transformación técnica del mundo, aunque normalmente el técnico no sabe ni
lo que transforma ni para qué.
Esa transformación aparece como
la gran liberación del hombre, medio y algo más que medio del paraíso
progresista. Su imagen podría caracterizarse en el entusiasmo por el medio
tecnológico, que atonta desde el adolescente consumidor al adolescente
permanente de la nueva técnica. El síntoma alcanza todo estamento. Antes al
visitar un centro académico te enseñaban la galería de retratos o la biblioteca,
ahora el aula informática o algún
peregrino simulador.
Pero la técnica tiene también su
lado temido. El hombre contemporáneo es consciente de lo que la técnica puede
hacer con su vida, con su libertad, con su entorno. De ahí la reiterada
sublevación antitécnica que ya no es la protesta del reaccionario ante todo el
mundo moderno, “el mundo moderno no será castigado, es el castigo”, que decía Gómez
Dávila, sino que es la nueva actitud de
los progresistas que les impiden, a juicio de Yubal Levín refiriéndose al Partido Demócrata
Norteamericano seguir caracterizándose como “el partido de la Ciencia”.
El nuevo temor a la técnica se
agudiza en las fases finales de la vida, en la percepción de que el sujeto pase
a objeto. Curiosamente en una concepción adecuada, la nueva dependencia de la
atención se limitaría a requerir el desarrollo de una ética del cuidado o una
actitud de lo que MacIntyre llama la asunción de la dependencia, pero ante la
actitud exclusivamente tecnológica surge el horror a ser objeto de intervención
y manipulación.
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