viernes, 26 de enero de 2018

Diagnostico de una sociedad eutanásica. Congreso eutanasia y cuidados paliativos



Inicio este intervención con el ánimo de aportar un poco de lucidez a lo que nos está pasando. Antes de proponer o incluso de criticar pienso en voz alta. No es por tanto una tesis sistemática sino una reflexión fragmentaria, posiblemente la única que en estos tiempos nos es dado hacer.
Siempre que se habla de eutanasia, al menos con una entonación próvida, se habla de cuidados paliativos; del mismo modo que cuando se habla de aborto se habla de ayudas a la maternidad. Al parecer se presume que con unas ayudas perfectas (por tanto imposibles) a la maternidad desaparecería el aborto legalizado e ilegalizado, como con unas ayudas perfectas paliativas desaparecería la eutanasia, la necesidad de la eutanasia legal e ilegal. En consecuencia, eutanasia y aborto serían problemas sociales que se superarían con medidas sociales.
La pregunta que entonces debo hacerme es qué medidas sociales pueden tomarse en una sociedad que ha entronizado al aborto o la eutanasia como soluciones reales que hay que legalizar o no.
No quisiera que mis palabras se parecieran a las de los socialistas que despreciaban la caridad en cuanto no solucionaban los problemas estructurales, y así vimos la terrible hambruna del Don agravarse por las medidas soviéticas. Estos problemas estructurales son en realidad eternos y se han ido volviendo más agudos a cada intento de solucionarlos con revoluciones humanitarias.



Se debe ayudar a la maternidad y en cada caso, cada ayuda, evitará probablemente un aborto; se deben extender los cuidados paliativos y en cada caso se cumplirá la obligación para con la vida en su fase final.
Debemos igualmente recordar que como dijo el autor colombiano Nicolás Gómez Dávila “De todo lo importante no hay pruebas, sino testimonios.” No ocultaremos en consecuencia los testimonios que distinguen entre lo que es realidad y lo que es ideología.
Pero es notorio que existen sociedades sin cobertura de paliativos donde la forma de poder vivir prevalece sobre la terrible atracción tanática de nuestro nihilismo y es imaginable una sociedad con cobertura correcta de cuidados paliativos donde la tendencia homicida, bajo la cobertura del discurso del homicidio, cumple su objetivo.
De hecho bajo el discurso de la atención al final de la vida se encubre, no pocas veces, una tendencia eutanásica que se puede percibir, por ejemplo, en las más recientes legislaciones autonómicas y propuestas legislativas nacionales.
Nos hemos cansado de decir que la eutanasia no es un suicidio y con esto hemos resuelto, al menos en mi caso, el problema. Esto es básicamente lo que he hecho en los dos libros que he escrito dedicados a este aspecto de la cultura de la muerte.
Ciertamente no lo es, el suicidio no está penalmente sancionado y la mayoría no hablamos de reintroducir ningún tipo de castigo al suicidio. Pero para trazar un paralelo exacto con la no sanción del suicidio tendríamos que plantearnos la sanción o no de la petición de eutanasia o de la búsqueda de la misma, algo sobre lo que es notorio que no discutimos.
Con la eutanasia, en general, tratamos de un homicidio de justificación suicida y esto es así en cuanto el concepto cultura de la muerte incluye la eutanasia como un elemento de la autodeterminación del hombre, del mismo modo que incluye el aborto como un elemento de la autodeterminación sádica, independiente de los problemas sociales aparejados.
De forma falsa la eutanasia necesita una justificación que no sea puramente el corte de algún dolor intenso sino que considere el suicidio como una libertad. Para ser más precisos como la manifestación de la libertad completa.
Esta libertad es, como indica Dostoievski la libertad de Dios o la libertad respecto a Dios. La liberación total de Dios, lleva, sin embargo a la esclavitud completa del hombre y esto es igualmente válido en el efecto totalitario que vimos en la sociedad del siglo XX, como en la sociedad de la falsa opulencia del XXI. El hombre-dios es un dios pequeñito y miserable.
La comprensión de lo que ocurre ha sido mucho más aguda en los poetas o literatos en general que en los pensadores  y tratadistas políticos que no suelen enterarse de nada. La academia diseca todo lo que toca y lo hace apto para el discurso mientras lo aleja de la vida.
Así al querer reaccionar desde sistemas filosóficos globales o sistemáticos, que tendían a no entenderse, hemos perdido impacto en quienes no pueden adoptar el sistema global.
El sistema impide el testimonio que es lo más valioso  y la expresión de la intuición que en la nota, el pensamiento o el aforismo, desnuda el sinsentido de los nihilistas.
Detengámonos en el nihilismo que se manifiesta con especial fuerza en la tendencia tanática que sufrimos. La revuelta contra Dios que caracteriza el paso del XIX al XX impide concebir la vida en su sentido más profundo.
El poeta ruso, fallecido en el GULAG Ossip Mandelstam, que recordemos intentó suicidarse una vez, lo dice con claridad a su mujer y biógrafa Nadezhda, cuando ante la amenaza de la deportación a los campos de concentración esta ofrece el suicidio.
La vida es un don dice Ossip y la obligación del hombre es vivirla, la vida es un don incluso en las peores circunstancias y no deja de serlo aun cuando no se pueda alcanzar una felicidad prometida e ilusoria. Y debemos recordar que en el camino de esa felicidad, siempre futura, se ha privado durante el siglo XX a los hombres de los elementos más básicos de su propia vida. Dice Ossip y corrobora Nadezhda que la obligación del hombre es vivir, no ser feliz y, como más tarde, contesto ya en los setenta Nadezhda, en una entrevista  en el NYTM, cuando se le decía que el cristiano debe vivir con esperanza “yo tengo esperanza en la vida eterna  que se nos ha prometido”.
Esto puede parecer filosófico (es decir no cuantificable y entonces no juridificable). Pero entre considerar la vida como un don o considerarla un acto de autodeterminación que tiene su máxima realización en el propio homicidio no hay un punto intermedio o neutral. Nos deslizamos hacia el segundo con todas sus implicaciones y la única forma de reaccionar es afirmar lo primero.
La muerte, exactamente el suicidio como autodeterminación completa cambia todo y afecta a lo más profundo de las relaciones e instituciones humanas. Reaparece la familia homicida y la sujeción de la vida humana, del reconocimiento como persona, a cierto grado de aptitud o felicidad.
La opción don o libertad autodeterminada es un base de civilización. Por eso cuando algunos grandes pensadores del XX y principios de XXI hablaron de cultura de la vida y cultura de la muerte dieron con la definición del debate o describieron la crucial elección a los que nos vemos abocados.
La construcción de la cultura de la muerte tiene una traducción jurídica en el derecho al suicidio (realmente al homicidio encubierto de suicidio) que se extiende por Europa y en general por el mundo que se llama desarrollado y tiene su punto nuclear no tanto en el concepto vida o persona, al que hemos dedicado grandes esfuerzos, sino en el concepto libertad.
Un error de juicio sobre la libertad, que es un error de juicio de la relación del hombre con el Creador, puede llevar como hemos dicho a sostener que el suicidio no es una libertad sino la libertad por excelencia. De ahí a considerar lo mismo de la ayuda al suicidio o el suicidio administrado no hay ni un paso.
Fue Dostoievski, y sigo la lectura de Nadezhda Mandelstam,  quien distinguió  con mayor agudeza la libertad (freedom en ingles) como la posibilidad de hacer lo que se debe hacer y la libertad como licencia (license en inglés Svoevolie en ruso) que nos conduce a la noche del no ser.
Si como sociedad elegimos la noche del no ser el fin garantizado será aplicar esa inversión de los valores y nos encontramos con la paradoja.
Lo libre, lo moderno, lo actual, lo europeo, no es aceptar la vida, ayudar a su venida o desarrollo, paliarla en lo que los hombres podemos paliar, sino favorecer la muerte, ignorar el don de la vida y aceptarlo como una carga.
No podemos evitar el debate fundamental, manteniéndonos en la neutralidad de opciones, pues si la vida no es un don indisponible lo que se pone en marcha es la maquinaria de la muerte.
Y tenemos así la paradoja que consiste en que el camino de la libertad es el camino de la muerte sanitaria y esa muerte planificada, profesionalizada, se convierte  en un derecho subjetivo; pero  es un derecho que se aplica en nombre del paciente que le sustituye, que le presiona. La alternativa se va tornando una obligación cuando quienes tienen poder para ello entienden que lo debido es morirse.
Al echar la vista sobre el siglo XX comprobamos las veces que se ha esclavizado hasta la inanición en nombre de la felicidad.
Pues aquí aparece la máscara. Sin disparar la tasa de suicidios a las que nos acostumbramos en las fases agudas de las crisis nihilistas desde el siglo XIX aumenta la defensa y práctica del homicidio médicamente administrado.
Esta administración sanitaria del homicidio exige un juicio de adecuación del paciente al “tratamiento” y esclaviza mediante la ley al médico y a los pacientes que reúnen ciertas características objetivas. Se produce lo que hemos denominado pendiente deslizante lógica, lo que se defendió en nombre de la libertad, se aplica a quienes no pueden ejercerla.
Esta sujeción a la voluntad tanática del Estado , pues para todos en algún momento, pero para unos específicamente ahora, lo indicado es la muerte.
En efecto la tentación contemporánea del dejar hacer, de no implicarse en las decisiones amenazantes sobre la vida humana, ignora que cuando la muerte clínicamente administrada se convierte en un derecho todos resultan obligados respecto a ese derecho.
El llamado derecho a morir dignamente es infame cuando lejos de suponer una opción o no de tratamientos se convierte en la obligación de matar.
Si culturalmente parece que esta otra enorme estafa se ha impuesto entre nosotros y es cuestión de tiempo que nos alcance, me permito repetir las palabras de Nadezhda Mandelstam en los años setenta cuando nada hacía presagiar esperanza para Rusia .
“El camino de la libertad es duro, particularmente en tiempos como los nuestros pero si todo el mundo hubiese escogido el camino de la licencia, la humanidad hubiera dejado hace mucho de existir.
Si todavía existe es debido al hecho que el impulso creativo ha permanecido más fuerte que el destructivo. Si esto será así en el futuro no nos corresponde decirlo”.
Hasta aquí Nadezhda. Yo creo, sin embargo, sin riesgo de que se me tache de optimista, que nosotros aquí, precisamente, y cara al futuro inmediato, si tenemos mucho desenmascarar, mucho que construir, mucho que paliar pero, sobre todo, mucho que vivir.

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