Y en realidad, los lazos de sangre pasaron a ser menos
sólidos que los de partido, pues en el ámbito de éste se estaba más dispuesto a
ser osado sin reserva alguna. En efecto, tales asociaciones no estaban
constituidas de acuerdo con las leyes vigentes con vistas al bien común, sino
que las violaban por amor de la ambición de poder. Las garantías de fidelidad
recíproca se confirmaban no tanto por las leyes divinas como por la cómplice
violación de las leyes. Las buenas propuestas de los adversarios se aceptaban
con precaución realista, cuando se estaba en situación ventajosa, pero no con
espíritu generoso. El tomar venganza uno a su vez contra alguien se estimaba
más que no haber sufrido ofensa inicial alguna. Y si en alguna ocasión se
prestaba juramento a propósito de una tregua, tenía validez sólo
momentáneamente, en tanto que se había prestado ante una situación apurada, y
carecían de cualquier otro apoyo. Y cuando se presentaba la ocasión propicia,
el primero en recobrar ánimos, al ver a la otra parte indefensa, obtenía mayor
placer de tomar venganza violando su compromiso que si lo hiciera abiertamente.
Calculaba a la vez no sólo la seguridad, sino además la gloria que su
inteligencia conseguía, por añadidura, en caso de triunfar gracias a su
astucia. En efecto, la mayoría de los hombres prefieren se les llame hábiles,
siendo no más que unos canallas, a que se les considere necios siendo honestos:
de esto se avergüenzan, de lo otro se enorgullecen. La causa de todo esto fue
la ambición de poder y de gloria; y de ellos se derivan, una vez que la
rivalidad comienza, las fuertes pasiones. En
efecto, los jefes de los partidos de las distintas ciudades, utilizando
de uno y otro bando hermosas palabras (según sus preferencias por la igualdad
de todos los ciudadanos ante la ley o por la sabiduría de la aristocracia), y
pretendiendo de palabra servir al interés público, hacían de él botín de sus
luchas. Y en sus luchas por prevalecer con cualquier medio sobre su respectivo
enemigo osaron las más terribles acciones, persiguiendo venganzas aún más
crueles, ya que no las ejecutaban dentro de los límites de la justicia y del
interés público, sino que las fijaban según el capricho que en cada ocasión
tenían en uno u otro bando. Fuera por una condena injusta, fuera por apoderarse
del poder a la fuerza, siempre estaban listos para saciar su afán de pelea.
¡Fuertes, pero fuertes que son las palabras del Señor Tucídides, explica mucho!.
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