El centenario discreto. En torno a Gómez Dávila.
Por José Miguel Serrano.
Culmina el centenario del escritor colombiano Nicolás Gómez
Dávila con un homenaje en la Casa de América, en el que bajo el patrocinio de
la Universidad Internacional de la Rioja y la Embajada de Colombia, se
reúnen lectores, editores y académicos.
Creo que es admirable el tesón con el que las entidades
académicas, en este caso se han unido también profesores de la Complutense y de
la javeriana de Bogotá, exaltan a los autores que como don Colacho no tuvieron ninguna relación
con la enseñanza reglada. Es una muestra de generosidad que, por un lado,
ignora las ironías del bogotano “Enseñar exime de la obligación de aprender” y
por otro parece darle la razón “El oficio del profesional, en las ciencias del
espíritu, por lo menos, es el estudio de las obras del aficionado”.
Don Nicolás no era nada sistemático, y en su obra y en su
propia vida puede mostrarse las aparente contradicción entre un hombre que
participó en la fundación y financiación de un centro como la Universidad de
los Andes, que aspiraba y en buena medida ha logrado renovar la enseñanza
universitaria colombiana, y que a su vez juzgaba que “La educación primaria
acabó con la cultura popular; la educación universitaria está acabando con la
cultura”.
En el terrible mundo del especialista o en el aún más
detestable de la industria cultural don
Colacho en su excentricidad tiene el indudable valor de devolvernos a la larga
tradición del ocio y del disfrute, tradición casi perdida pero que define con
su habitual concisión “La cultura del individuo es la suma de objetos
intelectuales o artísticos que le producen placer”.
De este juicio surge la atracción que el bogotano ha
ejercido sobre algunos espíritus contemporáneos. Un atractivo que ejerció casi
sin querer desde su postura antiproselitista: “Sería interesante averiguar si
ha habido prédica que no termine en asesinato”.
Un atractivo que se reforzaba por su insobornable
independencia “Sólo la sumisión a Dios no es vil” y que se manifestaba en una
temible ironía. “El mundo moderno no tiene más solución que el juicio final.
Que cierren esto”.
Muerto hace casi
veinte años se libró de su propia sentencia “Todo individuo que disguste al
intelectual de izquierda merece la muerte”.
Esperemos tan sólo que, al
alabarle, no incurramos en otro
sus dictum “La verdadera gloria es la resonancia de un nombre en la memoria de
los imbéciles”.
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