jueves, 10 de octubre de 2013

Practica tercera semana.

Pongo el siguiente texto de los Hermanos Karamazov para la práctica de la semana que viene.
es un fragmento del diálogo entre Ivan y Aliosha.

—El asunto no puede estar más claro. Es una escena de familia como tantas otras que se ven a diario. Un padre que castiga a una hija. Es vergonzoso perseguir a un hombre por obrar así.
El jurado acepta la tesis del defensor. Se retira y emite un veredicto negativo. El público se alegra al ver que dejan en libertad a semejante verdugo. Yo no presencié el juicio. De haber estado allí, habría propuesto hacer una recolecta en honor de aquel buen padre de familia...
Es un hermoso cuadro. Sin embargo, Aliocha, puedo ofrecerte otros mejores, también relacionados con los niños rusos. He aquí uno de ellos. Se refiere a una niñita de cinco años a la que sus padres detestan, sus padres, que son «honorables funcionarios instruidos y bien educados». Hay muchas personas mayores que se complacen en torturar a los niños, pero sólo a los niños. Con los adultos, tales individuos se muestran cariñosos y amables, como europeos cultos y humanitarios, pero experimentan un placer especial en hacer sufrir a los niños: es su modo de amarlos. La confianza angelical de estas indefensas criaturas seduce a las personas crueles. Estas personas no saben adónde ir ni a quién dirigirse, y ello excita sus malos instintos. Todos los hombres llevan un demonio en su interior, hijo de un carácter colérico, del sadismo, de un desencadenamiento de pasiones innobles, de enfermedades contraídas en un régimen de libertinaje, de la gota, del mal funcionamiento del hígado... Pues bien, aquellos cultos padres desahogaban de varios modos su crueldad sobre la pobre criatura. La azotaban, la golpeaban sin motivo. Su cuerpo estaba lleno de cardenales. Y aún extremaron más su crueldad: en las noches glaciales de invierno, encerraban a la niña en el retrete, con el pretexto de que no pedía a tiempo que se la sacara de la cama para llevarla allí, sin hacerse cargo de que una niña de esta edad que está profundamente dormida, nunca puede pedir estas cosas a tiempo. Le embadurnaban la cara con sus excrementos y su misma madre la obligaba a que se los comiera. Y esta madre dormía tranquilamente, sin conmoverse ante los gritos de la pobre niña encerrada en un lugar tan repugnante. ¿Te imaginas a esa infeliz criatura, a merced del frio y la oscuridad, sin saber lo que le ocurre, golpeándose con los puños el pecho anhelante, derramando inocentes lágrimas y pidiendo a Dios que la socorra? ¿Comprendes este absurdo? ¿Puede tener todo esto algún fin? Contéstame, hermano; respóndeme, piadoso novicio.
Se dice que todo esto es indispensable para que en la mente del hombre se forme la distinción entre el bien y el mal. ¿Pero para qué queremos esta distinción diabólica, pagada a tan alto precio? Toda la sabiduría del mundo es insuficiente para pagar las lágrimas de los niños. No hablo de los dolores morales de los adultos, porque los adultos han saboreado el fruto prohibido. ¡Que el diablo se los lleve! ¡Pero los niños...! Veo en tu cara que te estoy hiriendo, Aliocha. ¿Quieres que me calle?

—No, yo también quiero sufrir. Continúa.
—Te voy a presentar otro cuadro típico. Lo he leído en los «Archivos Rusos» o en «La Antigüedad Rusa», no puedo precisar en cuál de estas revistas. Fue en la época más triste de la esclavitud, en los comienzos del siglo diecinueve. ¡Viva el zar liberador!. Un antiguo general, rico terrateniente que tenía poderosas relaciones, vivía en uno de sus dominios, que contaba con dos mil almas. Era uno de esos hombres (a decir verdad, ya poco numerosos en aquel tiempo) que, una vez retirados del servicio, creían tener derecho a disponer de la vida y la muerte de sus siervos. Siempre malhumorado, trataba con altivo desdén a sus humildes vecinos, considerándolos como parásitos o bufones a su servicio. Tenía un centenar de monteros, todos uniformados, y varios cientos de lebreles. Un día, el hijo de una de sus siervas, un niño de ocho años, que se entretenía tirando piedras, hirió en la pata a uno de sus lebreles favoritos. Al ver que el perro cojeaba, el general inquirió el motivo y se le explicó todo, señalándole al culpable. Inmediatamente, el general ordenó que encerraran al niño, al que arrancaron de los brazos de su madre y que pasó la noche en el calabozo. Al día siguiente, al amanecer, el general se pone su uniforme degala, monta a caballo y se va de caza, rodeado de sus parásitos, monteros y lebreles. Se reúne a toda la servidumbre para dar un ejemplo y se conduce al lugar de la reunión al chiquillo con su madre. Es una mañana de otoño, brumosa y fría, excelente para la caza. El general ordena que se desnude completamente al niño, lo que se hace de inmediato. El chico tiembla, muerto de miedo, sin atreverse a pronunciar palabra.
—¡Hacedlo correr! —ordena el general.
—¡Hala! ¡Corre! —le dicen los monteros.
El niño echa a correr.
El general profiere el grito con que se lanza a la jauría en pos de las presas, y los perros se arrojan sobre el niño y lo destrozan a dentelladas ante los ojos de su madre.
Al parecer, el general fue sometido a vigilancia. ¿Qué crees tú que merecía? ¿Habría que fusilarlo? Habla, Aliocha.
—Sí, fusilarlo... —respondió Aliocha a media voz, pálido, con una sonrisa crispada.
—¡Bravo! —exclamó Iván, encantado—. Si tú lo dices... ¡Ah, el asceta! En tu corazón hay un pequeño demonio, Aliocha Karamazov.
—He dicho una tontería, pero...
—Sí: pero... Has de saber, novicio, que las tonterías son indispensables en el mundo, que está fundado sobre ellas. Si no se hicieran tonterías, no pasaría nada aquí abajo. Cada cual sabe lo suyo.
—¿Qué sabes tú?
—No comprendo nada de lo que te he dicho —dijo Iván como soñando—. Y no quiero comprender nada: me atengo a los hechos. Si los analizo, los transformo.
—¿Por qué me atormentas? —se lamentó Aliocha—. ¿Quieres decírmelo de una vez?
—Sí, te lo voy a decir. Es que te quiero demasiado para abandonarte en manos de tu starets Zósimo.
Iván se detuvo. En su semblante había aparecido de pronto una sombra de tristeza.
—Oye, Aliocha: me he limitado a hablar de los niños para ser más claro. No he hablado de las lágrimas humanas que saturan la tierra, para ser más breve. Confieso humildemente que no comprendo la razón de este estado de cosas. La culpa es sólo de los hombres. Se les dio el paraíso y codiciaron la libertad, aun sabiendo que serían desgraciados. Por lo tanto, no merecen piedad alguna. Mi pobre mente terrenal me permite comprender solamente que el dolor existe, que no hay culpables, que todo se encadena, que todo pasa y se equilibra. Estas son consideraciones euclidianas, y yo no puedo vivir apoyándome en ellas. ¿En qué me pueden satisfacer? Lo que necesito es una compensación; de lo contrario, desapareceré. Y no una compensación en cualquier parte, en el infinito, sino aquí abajo, una compensación que yo pueda ver.
Yo he creído, y quiero ser testigo del resultado, y si entonces ya he muerto, que me resuciten. Sería muy triste que todo ocurriese sin que yo lo percibiera. No quiero que mi cuerpo, con sus sufrimientos y sus faltas, sirva tan sólo para contribuir a la armonía futura en beneficio de no sé quién. Yo quiero ver con mis propios ojos a la cierva durmiendo junto al león, a la víctima besando a su verdugo. Sobre este deseo reposan todas las religiones, y yo tengo fe. Quiero estar presente cuando todos se enteren del porqué de las cosas. ¿Pero qué papel pueden tener los niños en todo esto? No puedo resolver esta cuestión. Todos han de contribuir con su sufrimiento a la armonía eterna, ¿pero por qué han de participar en ello los niños? No se comprende por qué también ellos han de padecer para cooperar al logro de esa armonía, por qué han de servir de material para prepararla. Comprendo la solidaridad entre el pecado y el castigo, pero esta no puede aplicarse a un niño inocente. Que éste sea culpable de las faltas de sus padres es una cuestión que no pertenece a nuestro mundo, y que yo no comprendo. Un malintencionado dirá que los niños irán creciendo y llegarán a la edad de los pecados... pero el chiquillo que murió destrozado por los perros no tuvo tiempo de crecer.
No estoy blasfemando, Aliocha. Comprendo el estremecimiento del universo, cuando el cielo y la tierra se unan en un grito de alegría, cuando todo lo que vive o haya vivido exclame: « ¡Tienes razón, Señor! ¡Se nos han revelado tus caminos!»; cuando el verdugo, la madre y el niño se abracen y digan con lágrimas en los ojos: «¡Tienes razón, Señor!» Sin duda, entonces se hará la luz y todo se explicará. Pero, lamentablemente, yo no puedo admitir semejante solución. Y procedo en consecuencia durante mi estancia en este mundo.
Créeme, Aliocha: acaso viva hasta ese momento o resucite entonces, acaso termine gritando con todos los demás, cuando la madre abrace al verdugo de su hijo: «¡Tienes razón, Señor!», pero lo haré contra mi voluntad. Ahora que puedo, me niego a aceptar esta armonía superior. Creo que no vale una lágrima de niño, una lágrima de esa pobre criatura que se golpeaba el pecho y rogaba a Dios en su rincón apestoso. Sí, esa armonía vale menos que estas lágrimas que no se han pagado. Mientras sea así, no se puede hablar de armonía. Y borrar esas lágrimas es imposible. «Los verdugos padecerán en el infierno», me dirás. ¿Pero qué valor puede tener este castigo, cuando los niños han tenido también su infierno? Por otra parte, ¿qué armonía es esa que requiere el infierno? Yo deseo el perdón, el amor universal, la supresión del dolor.
Y si el tormento de los niños ha de contribuir al conjunto de los dolores necesarios para la adquisición de la verdad, afirmo con plena convicción que tal verdad no vale un precio tan alto. No quiero que la madre perdone al verdugo: no tiene derecho a hacerlo. Le puede perdonar su dolor de madre, pero no el de su hijo, despedazado por los perros. Aunque su hijo concediera el perdón, ella no tiene derecho a concederlo. Y si el derecho de perdonar no existe, ¿adónde va a parar la armonía eterna? ¿Hay en el mundo algún ser que tenga tal derecho? Mi amor a la humanidad me impide desear esa armonía. Prefiero conservar mis dolores y mi indignación sin redimir, ¡aunque me equivoque! Además, se ha enrarecido la armonía eterna. Cuesta demasiado la entrada. Prefiero devolver la mía. Como hombre honrado, estoy dispuesto a devolverla inmediatamente. Esta es, pues, mi posición. No niego la existencia de Dios, pero, con todo respeto, le devuelvo la entrada.
—Eso se llama rebelión —dijo Aliocha con suave acento y la cabeza baja.
—¿Rebelión? Habría preferido no oírte pronunciar esa palabra. ¿Acaso se puede vivir en rebeldía? Y yo quiero vivir. Respóndeme con franqueza. Si los destinos de la humanidad estuviesen en tus manos, y para hacer definitivamente feliz al hombre, para procurarle al fin la paz y la tranquilidad, fuese necesario torturar a un ser, a uno solo, a esa niña que se golpeaba el pecho con el puñito, a fin de fundar sobre sus lágrimas la felicidad futura, ¿te prestarías a ello? Responde sinceramente.

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