miércoles, 10 de abril de 2013

Datos sobre la vida de Nicolás Gómez Dávila.

Reproduzco el interesante artículo que rompe algunos equívocos sobre la vida de don Colacho. Fundamentalmente lo de Cajicá y lo del polo. Dos bobadas que no se sabe bien de donde salieron. Una conversación con Rosa Emilia basta para revolverlo.
El artículo es de noviembre. Tengo una duda sobre lo del Almuerzo casi diario en el Jockey, yo entendía que era alguna vez por semana, pero supongo que es una duda que se puede resolver:

Este es el link
http://blogs.elespectador.com/elmagazin/2013/04/08/gomez-davila-el-filosofo-de-la-brevedad/

Fernando Araújo Vélez
Alguna vez, y en forma muy confidente, sus amigos de toda la vida lo oyeron decir que si no cambiaba su Renault 4 mostaza modelo 72, era porque no existían los Renault 2. “Era un automóvil unipersonal y aún existe”, recordaba ocho años atrás su hija Rosa María, para quien era una especie de misterio verlo subirse allí, con sus 1,96 metros de estatura, su inseparable sombrero y un tabaco. Aquella era una de las tantas imágenes que lo describían, porque Nicolás Gómez Dávila era un hombre de antes de la guerra.
“Un personaje de otro siglo, por su sabiduría, por su sencillez, porque uno siempre lo escuchaba en otro tono. Por algo solía repetir que a él no le interesaba ninguna idea que tuviera menos de mil años”. La última vez que Camilo Durán lo vio fue en el Jockey Club, a donde iba a almorzar casi todos los días, para luego volver a casa, leer, escribir en sus eternos cuadernos de pasta verde si se le ocurría alguna idea, un comentario, y abrirles la puerta a sus amigos que iban a conversar con él. Generalmente le tocaban en la ventana que da a la calle 77.
Entonces él se levantaba de su sillón e iba a recibirlos. Tomaban café, fumaban, hablaban, se reían. Si alguien citaba a algún autor o un libro, Gómez Dávila iba hacia uno de sus estantes y sacaba el texto correspondiente. “Todos los autores estaban en su idioma original, pues él no apreciaba las traducciones”, comentaba su hija alguna vez, para luego recordar que en aquella imponente biblioteca con cerca de 30 mil volúmenes sólo había un libro traducido, un ejemplar de Kierkegaard que Gómez Dávila jamás pudo conseguir en danés.
Colacho , como lo llamaban sus íntimos, comenzó a transformarse en leyenda en los años 70, cuando el Instituto Colombiano de Cultura editó en dos volúmenes sus primeros aforismos, Escolios a un texto implícito . Ya antes, su hermanoIgnacio, plenos 50, por su cuenta y riesgo había publicado en México algunos textos suyos con el título de Notas , tomo I. Fue un libro reducido, sólo para los amigos. Por aquellos tiempos ya decían de Gómez Dávila que había nacido en Cajicá, en Mosquera, e incluso, que era boliviano.
Contaban que poco después de cumplir los 20 años se había refugiado en su casa del barrio El Nogal a leer, escribir y a estudiar idiomas, que se la pasaba en bata de levantar y que nunca salía. Alguien deslizó que si se dedicó a los libros fue por una fractura de cadera que sufrió en un partido de polo. “Se fue tejiendo una historia paralela en torno de su vida, pero nada de aquello era cierto”. Gómez Dávila nació en Bogotá el 18 de mayo de 1913, en una casona ubicada en la carrera 8 con calle 16. A finales de 1919, poco después de la Primera Guerra Mundial, se fue a vivir con sus padres a París. Allí estudió en un colegio benedictino, que lo marcaría en sus pensamientos humanísticos cristianos.
Sin embargo, no pudo concluir sus primeros estudios al lado de sus condiscípulos: una neumonía lo mantuvo encerrado por dos años, recibiendo allí, en casa, las clases que el pénsum dictaminaba. Cuando regresó a Bogotá, a los 23 años, ya hablaba y leía latín, griego, francés e inglés. De alguna manera, en hojas sueltas que luego pasaba a un cuaderno y más tarde transcribía a máquina, comenzaba en serio a construir su pensamiento. Hablaba en sus tertulias de sus escolios, un término que provenía del griego schólion, y significaba comentario al margen en manuscritos o incunables. Gómez Dávila condensaba con pequeñas frases las complejidades de la razón. “Aquí no intento ofrecer sino esbozos de ideas, leves gestos hacia ellas”, escribiría en su libro de Notas, publicado en 1959.
Prefería concluir antes que hastiar. Sugería y seducía. Jamás imponía. “Mi padre nunca nos obligó a leer algo. Nos mostraba los caminos para que llegáramos a nuestras propias conclusiones. Tampoco nos prohibió entrar a su biblioteca. Allí jugábamos, hacíamos las tareas, conversábamos y charlábamos con él”. Ahí, en medio de sus libros, murió el 17 de mayo de 1994. “No hay mejor sustituto al pensamiento que una buena biblioteca”, había escrito en su primera selección deNotas . Así, según sus frases, había vivido. Los libros eran mucho más que páginas y letras. “Todo libro que no encuentra nuestra secreta carne, desnuda, irritada y sangrante, es un mero refugio transitorio”.
Fue un poco Ciorán, un poco Nietzsche. No le tenía miedo a la realidad, por más cruda que fuera. Sus pensamientos eran una herida que se abría. Por eso era capaz de escribir: “La autenticidad no rescata de la mediocridad, pero salva de la cursilería”; “La tolerancia ilimitada no es más que una manera hipócrita de dirimir”; “El optimismo es un invento relativamente moderno. Las literaturas clásicas no tienen sensibilidad sosa”; “Deprimente, como todo texto optimista”. Por eso era capaz de pensar más con la duda que con el deseo, y escribir era su salvación: “(…) La única manera de distanciarse del siglo en el que le cupo a uno nacer”.


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