lunes, 25 de febrero de 2013

La huida.


Tardé bastante en caer en la cuenta de una ley inexorable y sorprendente, que empecé viendo en los demás y sólo tardíamente pude observar en mí mismo, cumpliéndose otra ley probablemente tan inexorable como la anterior  y que es la dificultad de ver en uno mismo los defectos que incluso criticamos con acritud).
Volviendo a la primera ley, mi paso por la administración pública me enseñó  algo que otra  gente había observado con mayor facilidad y perspicacia. Encontrándome fugado de las clases en el Gabinete de la Ministra de Justicia pude reconocer que el número de los huidos superaba cualquier cifra razonable. Era además evidente que cada uno huía de alguna cosa distinta y que las clases podían ser mi caso, pero otros se refugiaban de actividades que yo mismo hubiera emprendido con entusiasmo.
Algunos casos eran muy comprensibles y tenían toda mi simpatía. Así el Ministerio de Justicia se encontraba lleno de funcionarios de prisiones que en su día se fueron de las cárceles, abandonando en cierta forma a los “internos”, probándose así que el cambio de los viejos términos, preso y carcelero, apenas servía para encubrir la realidad.

También era muy comprensible la masa de jurídicos militares en busca de jurisdicción . Pero pronto me advirtieron  que uno de sus lugares de refugio, el Gabinete del Tribunal Supremo se llenaba de jueces huyendo de sus destinos y dispuestos a todo menos a poner sentencias en el modo acostumbrado. Un mínimo contacto con el Consejo del Poder Judicial me permitió ver algo de lo mismo, también el Consejo de llenaba de letrados a la fuga de sus actividades vocacionales.
La causa de este peculiar proceso, que en algún modo me atrevería a llamar “natural”, por el que el  profesor huye del alumno, el médico del enfermo, el juez del justiciable, el militar del frente o de la tropa o  el periodista del artículo podría ser el hastío de una actividad, la búsqueda de novedad. En algún caso puede ser incluso que nos encontremos con el encuentro fortuito con una verdadera vocación, como parece que le ocurre sólo a algunas de los miles de personas que tras una prejubilación bancaria descubren una vocación docente. En muchos otros casos me temo que la causa es la vagancia o la incapacidad. Probado que no se vale para una cosa uno se aplica a confirmar que tampoco vale para otra. Hemos visto así, por ejemplo, a regulares ministros del culto probando su absoluta incapacidad para la sociología o la psicología.
Si la huida en las actividades personales podría despertar nuestras simpatías o nuestra comprensión, la huída de la responsabilidad institucional es injustificable. Las instituciones, tras probar lo ilusorio de sus promesas, y abandonarlas, se lanzan a nuevos campos, donde adquirirán presumiblemente nuevos poderes pero mostrarán con tremenda eficacia su incompetencia.
Por empezar por lo más cercano el fenómeno ha tenido un poderoso impacto en la Universidad. Muchas de nuestras universidades daban muestra de su completa incapacidad para cultivar las ciencias y las artes, formar el pensamiento crítico, desarrollar la tradición o incluso administrar la ruptura con la misma. Pero insatisfechas con el incumplimiento de las actividades que justificaban su existencia se decidieron a lanzarse a “la formación para el empleo”, sabiamente complementada con una denominada “producción científica”, algo que ya la industria desarrollaba de forma suficientemente filistea.
El doble impacto ha sido feroz y ha dado lugar a un proceso donde nadie hace ya lo que se supone que distingue a una Universidad de una Academia de Formación profesional. Es más la función que algunas Universidades delegaban en Escuelas “menores” se ha tragado el conjunto de la actividad universitaria.
Dentro de lo malo la cosa no es definitiva pues la actividad ociosa ha encontrado desde siempre formas de refugio que al menos permiten sobrevivir restos del viejo ideal. (Esto se produce incluso en las Universidades donde algún profesor  no productivo cumple las condiciones del ocioso).

Lo peor se da en el ámbito público donde instituciones enteras se dedican a “nuevas funciones” tras probar su incapacidad en las propias. Los paradigmas son por un lado  el Estado incapaz de controlar la corrupción pero dispuesto a salvar la salud y el conjunto de la economía de los ciudadanos y las organizaciones internacionales especialmente la ONU que no puede garantizar la paz pero desea regular las relaciones sexuales o el clima planetario. 

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