Tardé
bastante en caer en la cuenta de una ley inexorable y sorprendente, que empecé
viendo en los demás y sólo tardíamente pude observar en mí mismo, cumpliéndose otra
ley probablemente tan inexorable como la anterior y que es la dificultad de ver en uno mismo
los defectos que incluso criticamos con acritud).
Volviendo
a la primera ley, mi paso por la administración pública me enseñó algo que otra gente había observado con mayor facilidad y
perspicacia. Encontrándome fugado de las clases en el Gabinete de la Ministra
de Justicia pude reconocer que el número de los huidos superaba cualquier cifra
razonable. Era además evidente que cada uno huía de alguna cosa distinta y que
las clases podían ser mi caso, pero otros se refugiaban de actividades que yo
mismo hubiera emprendido con entusiasmo.
Algunos
casos eran muy comprensibles y tenían toda mi simpatía. Así el Ministerio de
Justicia se encontraba lleno de funcionarios de prisiones que en su día se
fueron de las cárceles, abandonando en cierta forma a los “internos”,
probándose así que el cambio de los viejos términos, preso y carcelero, apenas
servía para encubrir la realidad.
También
era muy comprensible la masa de jurídicos militares en busca de jurisdicción .
Pero pronto me advirtieron que uno de
sus lugares de refugio, el Gabinete del Tribunal Supremo se llenaba de jueces
huyendo de sus destinos y dispuestos a todo menos a poner sentencias en el modo
acostumbrado. Un mínimo contacto con el Consejo del Poder Judicial me permitió
ver algo de lo mismo, también el Consejo de llenaba de letrados a la fuga de
sus actividades vocacionales.
La
causa de este peculiar proceso, que en algún modo me atrevería a llamar
“natural”, por el que el profesor huye
del alumno, el médico del enfermo, el juez del justiciable, el militar del
frente o de la tropa o el periodista del
artículo podría ser el hastío de una actividad, la búsqueda de novedad. En algún
caso puede ser incluso que nos encontremos con el encuentro fortuito con una
verdadera vocación, como parece que le ocurre sólo a algunas de los miles de
personas que tras una prejubilación bancaria descubren una vocación docente. En
muchos otros casos me temo que la causa es la vagancia o la incapacidad.
Probado que no se vale para una cosa uno se aplica a confirmar que tampoco vale
para otra. Hemos visto así, por ejemplo, a regulares ministros del culto probando
su absoluta incapacidad para la sociología o la psicología.
Si la
huida en las actividades personales podría despertar nuestras simpatías o nuestra comprensión, la huída de la responsabilidad
institucional es injustificable. Las instituciones, tras probar lo ilusorio de
sus promesas, y abandonarlas, se lanzan a nuevos campos, donde adquirirán
presumiblemente nuevos poderes pero mostrarán con tremenda eficacia su
incompetencia.
Por
empezar por lo más cercano el fenómeno ha tenido un poderoso impacto en la Universidad.
Muchas de nuestras universidades daban muestra de su completa incapacidad para
cultivar las ciencias y las artes, formar el pensamiento crítico, desarrollar
la tradición o incluso administrar la ruptura con la misma. Pero insatisfechas
con el incumplimiento de las actividades que justificaban su existencia se decidieron
a lanzarse a “la formación para el empleo”, sabiamente complementada con una
denominada “producción científica”, algo que ya la industria desarrollaba de
forma suficientemente filistea.
El
doble impacto ha sido feroz y ha dado lugar a un proceso donde nadie hace ya lo
que se supone que distingue a una Universidad de una Academia de Formación
profesional. Es más la función que algunas Universidades delegaban en Escuelas “menores”
se ha tragado el conjunto de la actividad universitaria.
Dentro
de lo malo la cosa no es definitiva pues la actividad ociosa ha encontrado
desde siempre formas de refugio que al menos permiten sobrevivir restos del
viejo ideal. (Esto se produce incluso en las Universidades donde algún profesor
no productivo cumple las condiciones del
ocioso).
Lo peor
se da en el ámbito público donde instituciones enteras se dedican a “nuevas
funciones” tras probar su incapacidad en las propias. Los paradigmas son por un
lado el Estado incapaz de controlar la
corrupción pero dispuesto a salvar la salud y el conjunto de la economía de los
ciudadanos y las organizaciones internacionales especialmente la ONU que no
puede garantizar la paz pero desea regular las relaciones sexuales o el clima
planetario.
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