Claro que hay razones para suicidarse. De hecho, el hombre,
único animal que muere, es también el único que se suicida. Son inútiles las
admoniciones morales establecidas desde antiguo y recogidas en los juristas
ingleses del XVII: quien se suicida actúa contra el instinto de conservación,
contra la Ley de Dios y contra la Ley del Rey. Al tomar su vida, toma algo que
no es suyo.
En una reciente caricatura aparece un posible suicida en una
silla de ruedas, a un lado una escalera le llevaría al centro de prevención del
suicidio, en el mismo edificio una cómoda rampa el permitiría acceder al centro
de suicidio asistido. Porque el suicidio no es detenido por el instinto de
conservación y se sobrepone a él, las
sociedades, en general, han entendido que la disuasión del suicidio es una
obligación social, que incluye a todos los sujetos y estamentos. El camino
opuesto es la epidemia de suicidios románticos, nihilistas, por el dolor o por
el puro agotamiento de la vida sin sentido.
La Eutanasia trastoca el camino cultural, lo invierte,
desmonta una a una las barreras de prevención. Ciertamente lo hará supuestamente
sólo para unas causas que se encubren bajo lo que se ha llamado el suicidio
pusilánime. Esas causas tasadas, muy tasadas según los apologetas, admiten una
interpretación extensiva en dos direcciones, por un lado hasta prescindir del
acuerdo explícito del eutanasiable, por otro, hacia la ampliación del concepto
de vida que no merece vivirse.
Con la labor de zapa, casi diríamos de asalto, del discurso
eutanásico contra las barreras, al final poco queda de ellas. Es más termina
por moralizar el suicidio en ciertos casos, ante ciertos estados clínicos, tal
como antes ocurría con ciertos suicidios de honor, fuese el guerrero ofendido o
fuese de la mujer ultrajada.
Si la primera medida antisuicida es no hacerle propaganda, la
eutanasia ha tenido una presencia extraordinaria en la vida social, en los
medios, y en los debates. Hay apóstoles
de esa forma de morir, más bien de que te maten que, lejos de ser sujetos más o
menos malditos, están en la cresta de la ola.
El temor numinoso ante la muerte y el acto de matarse tienen
como antídoto la eutanasia técnicamente dirigida, administrada, incluida en la
cartera de servicios.
Se eliminan a su vez otros obstáculos; uno es el temor
personal al paso suicida que a tantos retiene por el peso del instinto de conservación.
Otros eran la
prohibición jurídica y el reproche moral. La eutanasia es un acto autónomo de
una autonomía tanática, una autonomía que se pone en marca cuando los engaños
de la vida, la supuesta felicidad, el control del dolor, el dominio sobre la
enfermedad, la adolescencia perpetua ceden y la vida se manifiesta sólo para
unos pocos en toda su crudeza.
Si la sociedad la apoya, si el medio se medicaliza lo que
nos quedaría es el afecto cercano y natural de los familiares. No hay que dar
el enorme disgusto de matarse. Ciertamente, esto no disuade a un buen número de
suicidas pero está presente en las cartas de perdón y despedida.
El obstáculo se disuelve cuanto el acto se describe como un
bien para sí y los “seres queridos”. Con un poco de esfuerzo manipulador puede
ser incluso un acto solidario que evita costes y sufrimientos.
Emprendida la pendiente, nuestra sociedad suicida tiende
cada vez más a una salida suicida o a un suicidio médico que es un homicidio. Años
de prevención se dilapidan: “El suicidio más acostumbrado en nuestro tiempo
consiste en pegarse un balazo en el alma” Gómez Dávila.
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